Presentación al Decálogo
Esta convocatoria me llegó en un momento absolutamente singular, no sólo para mí sino para el mundo, y me encontró reflexionando sobre la escucha y la relación con nuestro entorno sonoro. En estos días de cuarentena se activó como nunca, a menos en Buenos Aires, y en particular en las viviendas de edificios, la necesidad de encontrarse y manifestarse a través de distintas acciones sonoras. El sonido como material de unión, de encuentro, y también de disputas. El detenimiento del mundo agudizó nuestra percepción sonora y, mientras redescubrimos el silencio, comenzamos a notar y ser más conscientes del paisaje sonoro que nos rodea: nuevos cantos de pájaros, grillos, voces y gritos que marcan distintos momentos de los días que se parecen todos entre sí. Y, también durante este período, la tierra se manifestó a través de un efecto sonoro –“cielomoto” describieron los expertos– escuchado en distintas partes del mundo. Un tiempo después, se empezó a hablar de los misteriosos “sonidos del cosmos”, formas de ondas de radio que llegan repetidamente a la Tierra, desde algún remoto lugar del universo. En el mundo detenido, el tiempo parece vivir en la música o experimentarse en la escucha. Este decálogo es producto de la coyuntura tan particular que estamos viviendo, se me mezclaron muchas cosas, y emergieron con fuerza una colección de sonidos que habitan en una especie de biografía imaginaria y dejaron huella profunda, tanto como las primeras músicas.
Uno
La salida de la ciudad hacia el mar en las vacaciones de verano fue, durante muchos años, en plena madrugada. Parecíamos fugitivos huyendo antes de que nos azote alguno de los horribles calores profetizados por los pronosticadores del “Tiempo”.
Apenas se terminaba de cargar el último bulto, ya estaba sintonizada alguna frecuencia de la FM. Pero una vez en la ruta, el dial giraba hacia AM y la sonoridad cambiaba. Mi papá, con un pasado de radioaficionado, me explicó el funcionamiento de onda corta y onda larga, y, sin querer, me introdujo en la acústica. Nunca dormía en estos viajes, sabía que me esperaban experiencias multisensoriales. El parabrisas era como una pantalla gigante. La primera vez que experimenté el olor intenso de un zorrino fue en estos viajes, lo vi cruzar furtivo la ruta encandilado por las luces. Luces largas, luces cortas o intermitencias, eran algunos de los códigos entre conductores.
Cuanto más adentro de la ruta y descampado el camino, la señal de la radio se iba debilitando y empezaba el festival de sonidos, ruidos, interferencias. Las voces se desvanecían, las interferencias provocaban chirridos que se transformaban aleatoriamente de muchas maneras; volvían las voces, desaparecían de nuevo, se mezclaban otra vez con ruidos de todas clases. Las frecuencias saltaban de una punta a la otra. Por fortuna, la radio no se apagaba. Esas transformaciones sonoras, en pleno escenario nocturnal, fue estímulo de fantasías maravillosas que continúan en el presente.
Dos
La primera vez que escuché el Cuarteto 1931 de Ruth Crowford quedé atónita. Nunca fue mencionada en ninguno de los ámbitos académicos en los que estudié. No podía creer que hubiese permanecido tanto tiempo en las sombras. Me fascinó la sensación flotante del intenso y corto Andante, el juego con las dinámicas y la materia sonora que se va tensando cada vez más.
A través de Crowford no sólo descubrí una música maravillosa sino que me introdujo en una reflexión más profunda sobre el lugar de las mujeres en la historia de la música.
Tres
En 2014 me tocó cubrir un concierto de Xenakis en la Usina del Arte. No podría afirmar que Xenakis esté dentro del conjunto de mis compositores favoritos, pero el concierto anunciaba una experiencia única: escuchar en el centro mismo de la orquesta las trayectorias de masas sonoras fusionándose, repeliéndose y moviéndose por el espacio, producida por casi cien instrumentistas.
Era la primera vez que Terretêktorh y Nomos Gamma, para 88 y 98 instrumentistas respectivamente, se tocaban en América Latina. La Orquesta Sinfónica Nacional más la Juvenil del Bicentenario, bajo la dirección de Arturo Tamayo, lograron sumergirnos completamente en esa ilusión sónica que Xenakis introdujo como total novedad, al distribuir a los músicos mezclados con el público en un gran anillo circular de seis anillos concéntricos. Cumplió con todo lo que prometía; y más también.
En la segunda parte del concierto, seguimos la sugerencia de Tamayo y cambiamos de posición para tener otra perspectiva y experiencia sonora de las mismas obras. Lo que viví ese día fue intenso y maravilloso, como viajar al interior del sonido.
Cuatro
Cuando éramos chicos había un ritual en casa que nos convocaba a los cinco hermanos por igual, a pesar de las grandes diferencias de edad: mirar las fotos familiares del verano pasado, proyectadas en gigante contra la pared. Como había que esperarlas mucho (se mandaban a revelar a Alemania) se generaba mucha expectativa. Los encuentros eran a la noche. El ritual comenzaba cuando mi papá sacaba el proyector de una caja muy elegante, que prometía más de lo que guardaba. El pequeño proyector admitía sólo dos diapositivas para pasar manualmente. La pequeña lámpara recalentaba tanto que, para que no se fundieran las fotos (pasó una vez), había que ponerle un ventilador cerca. Era un ventilador de mesa morrudo, con aspas de metal gruesas. La velocidad media con la que giraban las pesadas aspas, marcaba el ritmo con el que se pasaba de una diapositiva a otra, aunque era un acto deliberado. Esos encuentros no habrían sido lo mismo sin el ambiente que creaba el sonido: en las pausas silenciosas, después de las risas y comentarios, se escuchaba el ritmo del ventilador fusionado con el sonido sordo y grave de la lámpara del proyector; funcionaba, de alguna manera, como una nota pedal. Esa banda sonora despojada quedó grabada en mi memoria como una sonoridad potente e intensa, en el contexto de esos encuentros done celebrábamos las experiencias compartidas.
Cinco
¿Cómo suena una ciudad? Hace muchos años –no sé cuántos- Metrópolis Buenos Aires (1989), de Fancisco Kröpfl, me conectó con mi ciudad y su historia a través de sus sonidos. El retrato compuesto de ruidos, discursos emblemáticos de Alfonsín y Ubaldini, bocinas, las inflexiones del habla de distintas clases sociales, la presencia de distintas músicas (entre ellas, Rosita Quiroga entonando Carro viejo, la voz y bandoneón de Leopoldo Federico abriendo y cerrando el retrato) arman una particular dramaturgia sonora.
Vuelvo de vez en cuando a esta Buenos Aires y es un gran ejercicio de escucha: los materiales que envejecieron, los que persisten y los que dejaron de existir. Las marcas de género en algunas de las voces, en el modo de articular y pronunciar o cadenciar las frases. Me impresiona cómo la dinámica del tiempo, la historia, se incrustan en el sonido y en paisaje sonoro. Volver a escuchar Metropolis es, de alguna manera, un viaje en el tiempo, donde me encuentro con sonidos conocidos, transformados y otros que desparecieron para siempre.
Seis
La voz humana es uno de los materiales más fascinantes para la escucha. Hay voces con las que podemos conectar de inmediato y otras que sólo logran eyectarnos. Los intentos muchas veces infructuosos por recordar la voz de un ser querido que ya no está. Se podría adivinar una biografía a través de la voz. Desde que nacemos nos sacan fotos, nos entrenamos para la mirada. Pero casi siempre nos avergüenza escuchar nuestra propia voz. En general, no nos reconocemos. No recuerdo la primera vez que me miré al espejo, pero sí la primera vez que escuché mi voz. Fue extraño. Después de habituarme a mi propia voz, jugaba a impostar distintas voces con el grabador, algo parecido a practicar poses pero auditivas.
Siete
Hay voces que me transmiten protección. Ella Fitzgerald, por ejemplo, sobre todo cuando perdió el vibrato rápido. Su manera de decir el texto, con un acompañamiento instrumental despojado, me sumerge en un mundo estable y tan dichoso que me dan ganas de vivir en esas canciones. Esto me pasó también con Lacrime Napulitane o casi cualquier canción de Roberto Murolo.
Ocho
Nunca lloro en los conciertos. Hace cuatro años, después de escuchar la Tercera Sinfonía de Mahler, dirigida por Zubin Mehta con la Filarmónica de Israel, me sentí tan subyugada que no pude contener las lágrimas. Escuché muchas veces la sinfonía pero nunca me había sucedido algo así.
Las prodigiosas metamorfosis de cada uno de los temas, la intensidad de los silencios, la intervención de la voz sombría de una mezzo y la sonoridad orquestal tan intensa como expresiva, me puso en contacto de manera descarnada con algo de la naturaleza profundamente humana, de nuestra condición vulnerable de existencia. Creo que el poder del sonido y su capacidad para afectarnos es parte de la experiencia irremplazable de escuchar música en vivo.
Nueve
Tenía 4 años cuando escuché la canción Yellow Submarine. Supongo que pedí escuchar el disco porque me atraía mucho la tapa. De todo el disco, Yellow Submarine era mi preferida. Me encantaba la canción tan pegadiza, pero la revelación se produjo para mí cuando me pusieron los auriculares y escuché con mucha claridad y atención el sonido del agua en medio de la canción. Esa mezcla de mundos sonoros me produjo una gran curiosidad que no paró hasta el día de hoy.
Diez
Durante un paseo por el viejo zoológico de Buenos Aires me sorprendió el sonido del rugido de un león. Nunca había oído algo tan profundo y cavernoso, como si viniera del mismísimo centro de la tierra. Hasta que en Córdoba escuché rugir la tierra en medio de un sismo, aunque no era tan cavernoso; más bien parecía el sonido de los bolos de una pista de bowling amplificada en medio de las sierras. Ambos son sonidos que me gusta reproducir una y otra vez en mi cabeza porque ninguna grabación me devuelve la experiencia de haberlos escuchado en vivo.